Música

Hace unos días, desde el cuaderno de Otis. B. Driftwood, fui invitado a participar en un test donde se comentaban cuestiones periféricas relacionadas de algún modo con el mundo de la música: tamaño total de los archivos de música en el ordenador, último disco comprado, cinco canciones con significado especial, etcétera. En principio no dudé en participar, como en otras ocasiones, en este curioso test que me proponía el amigo Otis, anunciando desde un comentario que pensaba preparar con tiempo la respuesta, y rogando a todo el mundo algo de paciencia (por cierto, con un permanezcan atentos a sus pantallas). Sin embargo, la respuesta a la invitación nunca se formalizó, y en esta ocasión no fue por causa de pereza o de falta de tiempo. Aunque, por lo que a mí respecta, la línea de la música (de la música popular al menos) no presenta ningún tipo de complicación o secreto (una línea recta que une a los Beatles con Kraftwerk, pasando antes por el Rock Progresivo, las hornadas irritantes o Leonard Cohen), una sensación de que algo superior a todo lo planteado en el test me inmovilizaba e impedía acometer respuestas se hizo dueña de la situación, y el test quedó postergado justo hasta este preciso momento. Sí, la música está muy presente en todo lo que hago (en todo lo que escribo), pero he de reconocer que, desde hace ya algún tiempo (¡y este es el verdadero problema!), no encuentro el mismo placer que antes cuando escucho música. Por otra parte, el responder a cuestiones relacionadas con "música con algún significado especial" no deja de tener cierto riesgo: por cada canción revisitada uno vuelve a encontrarse con aquél que fue en el pasado, y puedo asegurarles que esto no resulta excesivamente divertido. Un viejo vinilo de los Beatles, recién traído de Inglaterra, cerró mi paso por la década de los 60 (¿o fue, acaso, algún tiempo después?), y los 70 se abrieron con canciones simples y comprometidas y se cerraron con rock macarra, canalla y urbano. Los 80, en cambio, explotaron en una movida colectiva de ritmos provocativos y analfabetos, en una barahúnda militante de gestos nihilistas y modas estúpidas. Los 90 se hundieron en la más absoluta de las insignificancias: un día, por fin, decidí vender todos mis discos (más de 500) y empecé a escuchar música clásica. Comencé el siglo XXI escuchando la música clásica del siglo XX, y llegué hasta Bartok, Webern y Berg, Ligeti y Schnittke; a veces, me espantaba al oír aquella música extraña. A propósito de la música clásica del siglo XX, y del desconocimiento de la misma por parte del público interesado en las artes del siglo XX, Félix de Azúa escribía justo por aquellas fechas: Cuál es la causa de tal sordera universal? ¿Qué están diciendo los músicos con su música que tanto espanta oírlo? Azúa concluía que sólo la sospecha de que fueran esos músicos quienes estuvieran diciendo la verdad (una verdad, por otra parte, que nadie quería oír), ya hacía que valiera la pena escucharles. Ahora bien, ¿estaba uno dispuesto a estar escuchando en todo momento la verdad? ¿Era posible pasarse un día sí y otro también escuchando en toda su potencia a "la verdad"? Como en la percepción de Wittgenstein, en un momento dado, a mí manera, supe que estaba escuchando "el ruido de la maquinaria" y, desde entonces, aún no he resuelto el problema. ¿Tiene sentido ahora, por todo ello, seguir hablando de música?
Robert Zatorre, neurofisiólogo musical de la Universidad McGill de Montreal, comentaba en una entrevista reciente que la mayor plasticidad cerebral se da en la niñez y después va disminuyendo poco a poco, cayendo de forma importante a partir de los 12 años. A partir de esa edad afirmaba Zatorre- el aprendizaje no resulta imposible, pero sí mucho más difícil. El cerebro se va adaptando menos a los cambios motores requeridos, ya que es en las primeras fases del desarrollo cuando aprendemos lo esencial para sobrevivir. Zatorre contaba todo esto referido, eso sí, al aprendizaje, pero yo, leyéndolo, no pude dejar de pensar que quizá los estudios en neurofisiología podrían ayudar a recuperar también el gusto por la música. Al parecer, comprendiendo cómo funcionan ciertos mecanismos neuronales se podría cambiar el sistema natural e inducir mayor plasticidad cerebral bajo ciertas circunstancias. Se podría modificar concluía Zatorre- la estimulación de ciertas regiones del cerebro mediante fármacos o radiación magnética. Tras un infarto cerebral, no siempre la zona sana compensa las funciones de la dañada. Si se pudieran reducir esos impulsos o actuar farmacológicamente para alterar el balance químico que no permite la plasticidad, se podría entrenar al paciente para recuperar las zonas dañadas. ¿Cómo? Con movimientos repetitivos como los que efectúa un violinista con los dedos.
En el fondo, me gustaría recuperar un poco de flexibilidad cerebral, la inocencia y el asombro de un niño. Me pongo en manos de la ciencia (¡Eureka!) mientras espero en silencio, como le hubiera gustado a Wittgenstein, la llegada de lo más próximo al silencio, es decir, la llegada de la música.
BOLA EXTRA: 5 canciones (entre docenas de ellas) verdaderamente "especiales".
1ª Blackbird, de The Beatles, del Álbum Blanco, 1968.
2ª Trio, de King Crimson, del Álbum Starless and Bible Black, 1974.
3ª Because the Night, de Patti Smith, del Álbum Easter, 1978.
4ª Stay Free, de The Clash, del Álbum Give Em Enough Rope, 1978.
5ª Quiero estar mejor, de Nacha Pop, del Álbum Buena Disposición, 1982.
4 comentarios
Cristina -
¡Viva Bustamante, que nos gusta bastante! (Me apropio tus cinco)
Ah! Y me niego a contestar cuánto es 2+2... uno nunca está 100 por 100 seguro de nada...
pini -
ja!en realidad es que tu mente me impresiona.
por cierto, azúcar moreno no me gusta, con todo respeto a tu patria.
las prefiero menos gritonas.
Enrique -
Un beso, pini.
pini, secretaria top -
jaaaaaaaaaa.
yo me pregunto, Bustamente, usted siempre elabora tanto sus respuestas?